El historiador tunecino de ascendencia andaluza Abderramán ben Jaldún al Isbilí (el sevillano), nacido en 1332 y muerto en 1406, formuló 138 años antes que Maquiavelo una teoría completa sobre la naturaleza del poder y las reglas que rigen el nacimiento, ascenso, auge, decadencia y caída de los estados y de los regímenes políticos. En la muqaddima (introducción) a su Historia Universal explica las vicisitudes de los sucesivos reinos e imperios por la adquisición o la pérdida de asabiyya por parte de una dinastía y de las tribus y grupos que la apoyan. Este término se traduce como “espíritu de clan”, “espíritu de grupo” o “lazos de solidaridad”. Las tribus nómadas están firmemente unidas por la asabiyya en torno a un líder y su familia, lazos que se ven reforzados si se adhieren a algún movimiento transformador (necesariamente religioso en la época estudiada por ben Jaldún), lo que las capacita para conquistar reinos y fundar imperios. Cuando toman el poder y se hacen sedentarias van perdiendo poco a poco su asabiyya a lo largo de las generaciones en un proceso lento pero imparable hasta su completa decadencia, momento en que la dinastía es depuesta por otros nómadas portadores de una nueva asabiyya. Es la natural tendencia a ir concentrando el poder lo que hace que el número de sus fieles se reduzca cada vez más, al mismo tiempo que se multiplican los gastos debidos al ejercicio del poder mientras disminuye su capacidad para obtener ingresos. Esta explicación la aplica repetidamente a las alternativas de expansión y disminución territorial de los estados, al ciclo económico, al auge y declive de las ciudades o de las ciencias y las artes:
Cuando la natural tendencia del poder ha logrado la posesión exclusiva de la gloria y ha alcanzado el lujo y la tranquilidad, la dinastía se acerca a la decrepitud. Las razones para esto son varias. Primera: que como ya hemos dicho, la propia naturaleza del poder implica la posesión exclusiva de la gloria. Cuando la gloria es patrimonio común de una familia o clan, y el afán de conservarla es idéntico en todos sus miembros, el ansia común de vencer al resto y defender lo logrado es un remedio contra la ambición personal. (…) Pero cuando uno de ellos aspira a la gloria en exclusiva, domeña la rebeldía de los demás y los tiene bien sujetos. Se apodera de todas las riquezas sin dejar que los demás las alcancen, y eso lleva a éstos a mostrarse indolentes en su afán de gloria y a que sus espíritus languidezcan, hasta el punto de que se acomodan a la humillación y a la servidumbre. La segunda generación crece en esta situación: consideran que los estipendios que reciben son el pago que les debe la autoridad por su vigilancia y su protección. Ninguna otra cosa les viene a las mientes pero difícilmente alguno arriesgaría su vida. Eso supone un debilitamiento de la dinastía y una limitación de su fortaleza, que la lleva a espacios de debilidad y decrepitud al deteriorarse la assabiya por la pérdida de la valentía de quienes la componen.
La segunda es que la naturaleza intrínseca del poder implica necesariamente lujo, como ya antes dijimos. Se sienten más necesidades, los gastos se hacen superiores a los ingresos y las entradas no son suficientes para atender a dichos gastos. El pobre muere y el rico dilapida todo lo que tiene en lujos. Esto va en aumento en las generaciones siguientes hasta que todos los ingresos resultan insuficientes para costear los lujos y las costumbres que han adquirido. La necesidad los alcanza y, cuando sus reyes les reclaman lo que necesitan para atender a los gastos de las campañas y de las guerras, no encuentran con qué satisfacerlos. Les imponen entonces sanciones y les privan de sus propiedades, bien apropiándoselas o bien donándoselas a sus hijos o a quienes sostienen la dinastía. Así dejan a los ciudadanos incapaces de atender a sus necesidades, y como consecuencia de ello también el jefe de la dinastía se debilita.
Ocurre también que, cuando el lujo aumenta en una dinastía hasta el punto de que sus ingresos resultan insuficientes para atender a sus necesidades y sus gastos, el jefe de la dinastía se ve en la necesidad de incrementar lo que obtiene de los ciudadanos para tapar con ello sus propias grietas y curar sus propias dolencias. Pero el monto total de la recaudación es algo establecido que ni aumenta ni disminuye arbitrariamente y, cuando se incrementa con la imposición de nuevas tasas alcanza un nuevo límite bien fijado. Y si los impuestos se destinan a pagar los estipendios, y éstos tienen que aumentar para que puedan atender a sus nuevos lujos y al incremento de sus gastos, resulta que el número de tropas a sueldo disminuye respecto del que había antes del aumento de los ingresos. El lujo sigue aumentando y consecuentemente también los estipendios a pagar. El número de soldados a sueldo a sueldo disminuye, así una y otra vez hasta un mínimo, con lo que la defensa se debilita y el poder de la dinastía decae. Entonces los reinos limítrofes se alzan contra ella y lo mismo hacen las tribus y los grupos familiares a los que ésta dominaba, y Dios permite de esta forma que le llegue el final que El ha decretado para todo lo creado. (muqaddima libro I, capítulo III, párrafo 11)
En lenguaje moderno a la assabiya la llamaríamos base social, poder de convocatoria, consenso, capacidad de liderazgo, e incluso podría ser asimilada al concepto de hegemonía en Gramsci: el ejercicio del poder basado principalmente en el consenso social que suscita un grupo dentro de la sociedad en su conjunto, que puede entrar en crisis cuando ese bloque se disgrega y el grupo dominante ha de emplear la coerción de forma cada vez más evidente. La teoría de bin Jaldún es aplicable inmediatamente, no sólo a los diversos regímenes del mundo árabe a cuya caída asistimos en el momento presente, sino también a la crisis sistémica por la que atraviesa la Humanidad en el momento actual.
El rey de Marruecos Mohamed V apoyó las revueltas contra el protectorado francés, lo que le valió ser depuesto por Francia y exiliado en Madagascar, y una vez lograda la independencia en 1953, gobernó con el apoyo incondicional de los partidos nacionalistas, pero su nieto Mohamed VI ha llegado a liderar un régimen corrupto en el que las empresas de su propiedad personal suponen el 8% del PIB del país, y el 62% de lo que se mueve en la bolsa de Casablanca. El partido Destour de Túnez acabó siendo la dictadura de ben Alí y de la familia de su mujer, los Trabelsi. Moammar el Gadaffí instauró un sistema de democracia directa sin partidos (porque según el Libro Verde sólo defienden intereses parciales) ni elecciones (porque son una farsa), que en la práctica se convirtió en la dictadura de la tribu Gadaffa y de la familia de Moammar, con su hijo Saif de heredero. El régimen revolucionario instaurado por Nasser en Egipto en 1956 acabó en 2011 con su colega y compañero Mubarak, convertido en títere de Estados Unidos, intentando ser sucedido por su hijo Gamal. En Siria el gobierno del partido Baaz ha acabado como la monarquía de los Assad con el apoyo de la secta de los alawitas. En Irak el gobierno de otra rama del Baaz acabó como la dictadura de los Hussein y de la tribu de los Takrití.
Todos ellos surgieron en la década de los 50 o principios de los 60 al calor de las luchas por la independencia; agruparon en torno al nacionalismo, al antisionismo y a un cada vez más vago socialismo árabe amplios consensos sociales; pero se aburguesó el entusiasmo revolucionario, fueron degenerando en dictaduras de una familia con el apoyo cada vez más reducido de una tribu o de una secta, basados en el culto a la personalidad del padre de la patria; todos los dictadores acabaron nombrando sucesores entre sus hijos, hasta que finalmente les llegó la hora.
Un sistema democrático como el que supuestamente disfrutamos en España tiene mecanismos para mantener el consenso social, pero en la práctica también se acaba pervirtiendo pues, como dijo ben Jaldún, “la propia naturaleza del poder implica la posesión exclusiva de la gloria” y “la naturaleza intrínseca del poder implica necesariamente lujo“. En este caso el poder se reparte entre las cúpulas de dos partidos (o incluso de tres, cuando algún partido pseudo-nacionalista consigue ser bisagra de los otros dos) y los poderes económicos con los que se han aliado, pero la base social que apoya a los partidos que se alternan en el poder cada vez se reduce más, aumenta el número de los que no se benefician del reparto, los gastos para mantener al régimen aumentan mientras la recaudación mengua, y el sistema entra en decadencia.
Esta decrepitud afecta también a los partidos o a los sindicatos que supuestamente están en la oposición: también a sus dirigentes les gusta el lujo y el acaparamiento de poder. De ahí que poca asabiyya pueda movilizar quien convoca una huelga general pensando en qué contrapartidas sacará para seguir negociando, o que se presenta en coalición con quien hasta ayer era parte del régimen. La discusión sobre cómo impedir que los movimientos políticos entren en decadencia, y sobre cómo se obtiene, se conserva y se renueva el liderazgo, ha marcado toda la historia de la izquierda, está lejos de haber sido cerrada, pero cada vez tenemos más claro que la solución pasa por la participación de la base.
Entretanto, y mientras la dinastía decrépita busca recursos que le permitan mantener un tiempo más su tinglado, los nómadas acampan en las plazas y toman las calles.
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