Cuando hablo de identidades nacionales no me refiero necesariamente a estados. Los imperios y reinos del antiguo régimen eran estados, pero quienes formaban parte de ellos no tenían identidad nacional. Durante la agitada época que comienza en 1776 con la revolución de las 13 colonias inglesas en Norteamérica y se extiende a todo lo largo del XIX, los pueblos de Europa y de América adquieren identidad nacional porque cada uno de ellos deja de ser el conjunto de súbditos de un monarca y pasa a considerarse la unión de ciudadanos que se constituye en nación. España y Canarias en cambio dejaron pasar la ocasión.
España tuvo en 1808, cuando se levantó contra la ocupación napoleónica, su gran oportunidad histórica para adquirir identidad nacional, pero fue malograda con la restauración absolutista de 1814. Las vergonzosas abdicaciones de Fernando VII y de Carlos IV en favor de José I (el hermano de Napoleón) en Bayona, adonde habían acudido por separado buscando cada uno para sí el favor de Napoleón en la pelea por el trono que arrastraban desde el motín de Aranjuez, empañan para siempre el crédito de la dinastía. Las autoridades que dejaron en España tenían órdenes de colaborar con el ocupante. El motín espontáneo del 2 de mayo en Madrid no contó con la adhesión de ningún ministro, de ningún obispo ni de ningún general; dos capitanes y un teniente fueron los militares de mayor graduación que ese día estuvieron con el pueblo, y tuvo que ser el alcalde del cercano pueblo de Móstoles quien mediante un bando declarara formalmente la guerra contra el invasor. Fueron juntas de defensa constituidas al margen de las autoridades legales, o con su participación a regañadientes, las que dirigieron la guerra y ejercieron autoridad en las zonas liberadas. Las cortes reunidas en Cadiz, el último rincón de España que permanecía libre, apruebaron una constitución el 19 de marzo de 1812 que comienza proclamando como rey a Fernando VII y declarando nula su abdicación, “no sólo por la violencia que intervino en aquellos actos injustos e ilegales, sino principalmente por faltarle el consentimiento de la nación”.
Apenas restaurado en el trono, lo primero que hizo el rey felón mediante el decreto de Valencia de 4 de mayo de 1814 fue declarar que no juraba la constitución y que la declaraba nula junto con los demás decretos de las cortes,
“y como el que quisiere sustentarlos y contradijere esta mi real declaración, tomada con dicho acuerdo y voluntad, atentaría contra las prerrogativas de mi soberanía y la felicidad de la nación, y causaría turbación y desasosiego en mis reinos, declaro reo de lesa majestad a quien tal osare o intentare, y que como a tal se le imponga pena de la vida, ora lo ejecute de hecho, ora por escrito o de palabra, moviendo o incitando, o de cualquier modo exhortando o persuadiendo, a que se guarden y observen dicha constitución y decretos”.
La historia de España desde entonces hasta la actualidad no es más que la lucha de la soberanía popular que nunca se acaba de imponer, contra el antiguo régimen que nunca acaba de desaparecer. La monarquía de Juan Carlos no es en realidad más que un compromiso entre la democracia y los restos del franquismo. El poder político, incluso cuando está en manos de la supuesta izquierda, se ve influido por grupos de poder económico de mucho abolengo. A nivel local todavía hay redes de clientelismo cuyo origen se remonta a la época premoderna. Mucho debe de quedar del antiguo régimen cuando el juez Garzón probablemente sea suspendido por haber sido admitida una querella por prevaricación, presentada por Manos Limpias a la que se le sumó Falange Española de las JONS, por investigar los crímenes del franquismo.
La ausencia de himno es un detalle trivial que indica que España no tiene identidad nacional. Los himnos se cantan porque originalmente eran canciones de lucha, así La Marsellesa o el himno de Riego. La Marcha Real no tiene letra porque es la música que se tocaba cuando el monarca pasaba revista a sus tropas.
La guerra de la independencia de España fue la ocasión que aprovecharon las colonias de América, habiendo colapsado la metrópoli, para emanciparse. Los virreyes coloniales fueron depuestos por juntas de defensa, que cuando la situación se prolongó acabaron declarándose independientes de la junta suprema de Sevilla. Cuando el 19 de abril de 1810 el ayuntamiento de Caracas depuso al capitán general Emparán fue para constituir una “Junta Conservadora de los derechos de Fernando VII”.
Los sucesos en Canarias no fueron inicialmente muy diferentes de los de América. La abdicación de Fernando VII en Bayona el 5 de mayo de 1808 no se conoció en Canarias hasta el 5 de junio. El levantamiento del 2 de mayo en Madrid no fue conocido hasta el 3 de julio. Así de precarias eran las comunicaciones. El capitán general Fernando Cagigal de La Vega, marqués de Casa Cagigal, ambiguo e irresoluto durante esas fechas decisivas, fue depuesto el 11 de julio de 1808 por una “Junta Suprema Gubernativa de Canarias” constituida en La Laguna, presidida por Alonso de Nava-Grimón y Benítez de Lugo, marqués de Villanueva del Prado. Aunque la capitalidad de hecho estaba en la isla de Tenerife por ser la residencia del capitán general, la capital de derecho estaba en Las Palmas, por ser sede de la audiencia y del obispado. Descontentos los grancanarios con un organismo con sede en la isla hermana, el ayuntamiento de Las Palmas el 1 de septiembre se constituye en “Cabildo Permanente” y se declara independiente de la junta de La Laguna, siendo encarcelado su representante el gobernador Creagh.
Esta situación de guerra fratricida también se dio en America. Las primeras fases de la guerra de independencia en Venezuela están marcadas por la guerra entre Caracas y Coro; en Colombia por la guerra entre Bogotá y Tunja, y entre Cartagena y Santa Marta.
Los organismos rivales de La Laguna y de Las Palmas enviaron cada uno sus representantes a España, que intrigaron ante la junta suprema de Sevilla por conseguir la preminencia ante el otro, con el resultado de que ésta optó por la solución salomónica de disolver ambos y ordenar contituir una nueva junta donde dispusiera el comandante militar de las islas, lo que acabó teniendo lugar en Santa Cruz. La disputa por la capitalidad, y luego por la partición provincial, marcó desde entonces la historia de Canarias hasta prácticamente nuestros días.
Cada isla de la colonia tenía su economía de monocultivo orientada hacia el comercio con el exterior, por lo que su clase dominante era rival de las de las demás islas. Qué duda cabe que si las islas hubieran estado integradas entre sí, el resultado hubiera sido distinto. La metrópoli estaba ocupada por el invasor francés, nuestro cliente Inglaterra tenía el dominio del mar, podíamos contar con la ayuda de las recién independizadas repúblicas de América. Todavía en 1826 el congreso panamericano tenía entre sus temas de discusión “decidir el futuro de aquellos pueblos que aún no habían obtenido su emancipación, como Cuba, Puerto Rico, Filipinas e Islas Canarias”. Nunca estuvimos tan cerca de ser independientes, si no lo hubiera malogrado la pelea fratricida.
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