Es una constante histórica que
todos los pueblos insulares han vivido una permanente guerra cainita consigo
mismos. Nuestros antepasados, pastores que competían entre si por un territorio
limitado (“Todas sus guerras y peleas eran por hurtarse los ganados y por
entrarse en los términos", como señaló Fray Alonso de Espinosa), andaban
de ordinario al bimbazo, al variscazo, al toletazo o al garrotazo, siendo parte
principal de su educación desde la más temprana niñez el adiestramiento en las
artes marciales. Aunque esas habilidades han estado a punto de perderse entre
los canarios modernos, al menos el talante lo hemos conservado intacto hasta el
día de hoy. Otra constante es el espíritu de clan, la lealtad a tu menceyato o
a tu auchón, lo cual también se conserva intacto.
Otros pueblos insulares han sido
famosos por la ferocidad de sus guerras intestinas, su competencia como
combatientes y su lealtad a sus clanes o tribus: los japoneses (cuya casta
guerrera llegó a tener un código ético especial), los maoríes de Nueva Zelanda,
los polinesios en general, los irlandeses, los islandeses...
Los isleños fuimos en nuestra
América los pioneros de la independencia, pero también los que aportamos las
más eficaces tropas con que contó España para combatirla. Las guerras de
independencia de Venezuela y de Cuba fueron en gran parte una lucha fratricida
entre canarios. Nunca nos hemos librado de nuestra condición.
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